El gobierno ha convocado a una consulta indígena en torno a la propuesta elaborada por la Comisión Presidencial para la Paz y el Entendimiento (CPPYE), cuyo objetivo declarado es avanzar en una solución estructural al conflicto de tierras. A primera vista, el documento pareciera representar un esfuerzo técnico serio, bien fundamentado, con diagnósticos precisos y recomendaciones aparentemente razonables, propio de un grupo de comisionados y asesores que pasaron más de dos años debatiendo. Pero una lectura crítica —y, sobre todo, una lectura desde la experiencia histórica del pueblo mapuche— revela que esta propuesta no busca resolver la deuda territorial, sino ponerle fin. Es decir, no se trata de un nuevo sistema de tierras, sino de un mecanismo de cierre definitivo de la demanda.
1. El diagnóstico como justificación para el cierre.
El informe arranca con un diagnóstico alarmante: el sistema actual de titulación y restitución sería “insostenible”, y la demanda, “potencialmente ilimitada” (págs. 74-75). Se proyecta que, a ritmo actual, podrían pasar entre 80 y 162 años para resolver tan solo las demandas de aplicabilidad aprobadas y las que se encuentran en estudio. Esta cifra no se presenta como una consecuencia de la falta de voluntad política o de recursos insuficientes, sino como una falla inherente al modelo. Y esa falla, según el informe, justifica una solución radical: no mejorar lo existente, sino reemplazarlo por un sistema con límites estrictos, presupuesto cerrado y horizonte temporal definido.
2. La transformación de un derecho en gasto fijo.
Aquí radica la primera novedad conceptual: la transformación de un derecho histórico en un problema administrativo. La demanda mapuche por tierras —producto de una anexión violenta, despojo sistemático y negación de derechos colectivos— deja de ser un asunto de justicia para convertirse en una cuestión de gestión presupuestaria. El ejemplo más claro es la creación de un Fondo Financiero con un tope máximo de 4.000 millones de dólares (pág. 72). Esta cifra, presentada como una “cota máxima”, no es un estimado técnico, sino una decisión política: el Estado define de antemano cuánto está dispuesto a pagar, no cuánto debe. Una vez agotado el fondo (que incluye las compras ya financiadas desde 1994 hasta 2024), el Estado podrá argumentar que ha cumplido su obligación, independientemente de si todas las comunidades han sido restituidas o no. La deuda histórica, en otras palabras, tiene ahora un precio y una fecha de caducidad.
3. La creación de un “universo cerrado” de solicitantes.
El enfoque anterior se refuerza con la creación de un “universo cerrado” de beneficiarios. La propuesta establece una “ventana temporal” para que las comunidades que aún no han solicitado tierras puedan hacerlo, y limita a tres el número de comunidades por cada Título de Merced (pág. 92). Además, se propone que el número de familias por comunidad no pueda crecer más del 5% respecto al momento de ingresar su expediente (pág. 90). Estas medidas no son solo precisiones técnicas: son mecanismos explícitos para detener el crecimiento de la demanda. Se reconoce, tácitamente, que la reclamación territorial no es un fenómeno estático, sino que se reproduce con el tiempo, con la memoria, con el nacimiento de nuevas generaciones. Y en lugar de reconocer esa dinámica, se la congela por decreto administrativo.
4. La nueva burocracia de cierre.
El diseño institucional refuerza esta lógica de liquidación. La Agencia de Reparación no está pensada como una institución de política de Estado a largo plazo, sino como una oficina de cierre. Su misión no es gestionar un proceso continuo de restitución, sino administrar un fondo finito hasta su agotamiento. Del mismo modo, el Tribunal Arbitral, encargado de resolver los casos más complejos, tendrá una competencia limitada y un plazo de cinco años para recibir solicitudes (pág. 99). Su mandato es “dirimir por única vez las diferencias” (pág. 91), lo que lo convierte en un mecanismo de resolución final, no en una instancia de justicia permanente. Funcionará, en última instancia, como el último eslabón de un sistema diseñado para que no queden reclamos pendientes.
5. La inercia política y la admisión de la derrota institucional.
Lo más preocupante no es el contenido técnico de la propuesta, sino lo que revela sobre el estado de la política pública en materia de tierras. Al declarar el sistema actual como insostenible y proponer uno nuevo con límites presupuestarios y temporales, la CPPYE está, en el fondo, reconociendo la inexistencia de una voluntad política por parte del Estado. No se trata de que el modelo no funcione; se trata de que nunca se le dio lo necesario para funcionar. Y en lugar de exigir más recursos, más tierras, más compromiso, la Comisión opta por la rendición institucional: si no podemos cumplir con lo que es justo, entonces cerremos el capítulo para siempre.
El resultado es claro: el reclamo mapuche por tierras y territorio, que debería ser abordado como una deuda histórica de reparación continua, se reduce a una operación contable con fecha de término. No se busca reconciliación, sino clausura. No se propone una paz basada en la justicia, sino en el agotamiento administrativo de la demanda. Este no es un sistema de tierras, es una fórmula para asegurase que la demanda histórica mapuche por tierras pase, de una vez por todas, a la historia.
Pedro Mariman / Temuko, agosto de 2025